Bitácora del Poder por Naim Libien Abouzaid
En México, el derecho a manifestarse es sagrado. Pero algo se ha desbordado. Las marchas, que históricamente fueron símbolo de justicia y memoria, hoy se transforman cada vez más en escenarios de caos. Lo vimos el pasado 2 de octubre, cuando lo que debía ser un acto de conmemoración se convirtió en destrucción: locales dañados, calles bloqueadas y policías heridos.
El problema no son las causas —muchas de ellas legítimas— , sino la forma. No puede haber justificación para golpear, incendiar o destrozar el patrimonio común. La protesta pierde sentido cuando pasa de exigir justicia a sembrar miedo.
La propia presidenta Claudia Sheinbaum lo dijo con claridad tras los hechos: “Primero, mucha provocación. ¿De qué sirve esta violencia? Incluso había bombas molotov. ¿De qué sirve? ¿A quién le sirve? Eso es lo que hay que preguntarnos. ¿Qué buscaba este grupo que lleva cubierta la cara?”
Su declaración refleja lo que millones de mexicanos piensan: las causas pueden ser válidas, pero los métodos violentos anulan cualquier mensaje.
Cada vidrio roto, cada monumento vandalizado, tiene un costo que pagamos todos. Millones de pesos del erario se destinan a reparar daños que podrían evitarse con respeto y organización. Peor aún, la imagen internacional del país se deteriora y la sensación de inseguridad crece.
Las autoridades enfrentan un dilema: contener sin reprimir, garantizar libertades sin permitir el descontrol. Sin embargo, la tolerancia excesiva ante los actos violentos manda un mensaje peligroso: el de la impunidad.
En Toluca, el alcalde Ricardo Moreno también condenó los hechos violentos ocurridos recientemente: “Mi gobierno actuó con firmeza y responsabilidad para proteger a la ciudadanía frente a un grupo de manifestantes encapuchados que, armados con palos, tubos, botellas, objetos contundentes, bombas molotov y gases de color naranja, generaron caos y violencia en el centro de la ciudad. ”
Sus palabras subrayan que mantener el orden no es represión, sino responsabilidad.
México cuenta con plazas, parques y zócalos en casi cada municipio. Usemos esos espacios para hacernos escuchar, no para destruirlos. Las autoridades deben garantizar el derecho a manifestarse, pero también deben proteger el orden público y la integridad de todos.
Es tiempo de actualizar las reglas. Las leyes deben precisar con claridad dónde, cuándo y cómo puede manifestarse la ciudadanía, protegiendo tanto el derecho a protestar como el derecho de terceros a vivir en paz.
Manifestarse no debe ser sinónimo de violencia. La fuerza de una sociedad se mide por su capacidad de expresar el desacuerdo sin destruirse a sí misma. Si queremos un país más justo, comencemos por exigir orden, respeto y consecuencias para quienes cruzan la línea.
Que el resto del país tome nota.